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viernes, 11 de julio de 2014
La Mujer Invisible: entre realidad o ficción.
El amor invisible de Charles Dickens.
Estilo victoriano, si nos referimos convencionalmente a la época social y cultural de la reina Victoria de Gran Bretaña, uno de sus máximos exponentes literarios es Mr. Charles Dickens nacido en 1812 y desarrollada su educación de niño criado sin sus progenitores durante la época primera y mediada del siglo XIX, en la que ampliaría su trabajo convirtiéndose en uno de los novelistas y narradores más importantes de la literatura universal. Sin embargo, como la mayoría de personas en aquella época, fallecería demasiado joven a la edad de 58 años. Justo 10 antes, se publicarían (primero por capítulos como era menester en esas fechas) los tres volúmenes escritos de una de sus obras más personales Grandes Esperanzas, que los exportes recomponen con cierto acento autobiográfico medio oculto en sus letras.
Aquí en la obra, se observa los años primeros de un personaje de nombre Pip que intenta salir de la pobreza, teniendo como perspectiva convertirse en un caballero de la alta sociedad, y que acabaría enamorado de una joven de nombre Estella. Los historiadores y el actor Ralph Fiennes (que ya interpretó al personaje de la obra con dirección de Mike Newell) así lo acreditan, este último en La Mujer Invisible que se presenta en la actualidad como la segunda película dirigida por el inglés y educado a la sombra de la Royal Shakespeare Company como demostrase con su anterior e interesante film Coriolanus basado en la obra de Sir William.
Sin embargo, no tenemos en esta visión de la vida de Dickens estos años de juventud, más bien se centra en su etapa última a raíz de sus problemas matrimoniales y el surgimiento de un nuevo amor (mucho más joven que él) en la figura de una actriz teatral llamada Nelly Ternan, que por otro lado permanecería oculta para la mayoría de los seguidores del escritor de Cuento de Navidad, Oliver Twist, David Copperfield o Historia de dos ciudades, en las que demostraba las vicisitudes de personajes marginales en el interior salvaje de la sociedad británica del siglo diecinueve. Niños olvidados por la marginación o la prostitución de las grandes ciudades que emergían en la nueva era, pero haciendo gala de su particular sentido del humor y la crítica social.
Ralph Fiennes que se reserva con ojo avizor el papel de tan importante personaje, se fijó en la publicación de la investigadora y periodista Claire Tomalin en su best seller de 1990, que explicaba la relación muda e interior de la primera chica enamorada de una figura relevante y convertida en seguidora de masas, como uno de los primeros casos del fenómeno fan que tan de moda se pusiera en los siglos siguientes hasta la actualidad. Guion adaptado de Abi Morgan conocida autora de Shame y de La Dama de Hierro.
Un protagonista mediático y reconocible por todos, enamorado pasionalmente por una casi desconocida e incipiente actriz, que cumpliría su papel oculto en la historia. Por los convencionalismos sociales y los escándalos derivados de un amante a la sombra de un matrimonio por entonces sagrado.
Charles Dickens comenzaba a ser tratado como estrella (de letras y voz viva) de la emergente industria del entretenimiento a nivel comercial en los medios, por entonces escritos y teatralizados, pues el The Invisible Woman vemos como se multiplica el efecto llamada de la fama como una de las bazas importantes de la película. La otra sería su propia vida y obra.
Entre los hombres y mujeres de la sociedad victoriana, se expandía poco a poco el arte fuera de los focos de la alta sociedad, aunque todavía eran los individuos con suficientes emolumentos semanales para destinarlos a su crecimiento cultural. Las letras comenzaban a editarse en los diarios de tirada masiva, como columnas en cómodas entregas y con creciente interés multitudinario, serían los primeros seriales que luego se utilizarían en los medios radiofónicos y televisivos.
Justo ahora que parece que vivimos un retroceso, en la cuestión de la llegada de arte de calidad a la mayoría de los espectadores, debido a una excesiva alza de los precios de entradas o formatos.
Luego, llegarían los plagios y la piratería. Pero, eso es otra historia más moderna.
En la Inglaterra de 1060 cuando Sir Charles competían contra otros escritores teatrales y se erigía como admirador de otras figuras anteriores en la Literatura, compaginaba su vida ajetreada y anteriormente sexual (ya que tenía diez hijos) con el cansancio y la monotonía de un matrimonio sentimentalmente agotado, pero con una situación económica relevante y desahogada que le permitía los lujos principales de la época. Y como no, conocer a la joven interpretada por Felicity Jones (con anteriores trabajos basados en obras clásicas y estrella en el nuevo Spiderman) entre paseos nocturnos por los barrios bajos londinenses, dónde se fijaría en los personajes oscuros y futuros protagonistas de sus novelas. Putas, huérfanos y sin techo, conviviendo en las esquinas por las que se cruzaban los prósperos ciudadanos. Historias de suburbios con grandes esperanzas truncadas.
Esa misma esperanza que se mantenía en la oscuridad de varios años hasta su muerte, de la primera separación (sin mediar sangre como en otras épocas) de su esposa Catherine Thompson Hogart hija de abogado y consejero del escritor Walter Scott (que era admirado por el propio Dickens) así como editor del periódico Evening Chronicle para el que escribiría algunos artículos e historias. Y madre de diez. Periódicos en los que crecería el estilo particular dickensiano con su toques poéticos y cómicos, llenos de sátira.
La familia y amistades ayudaron a mantener el secreto de la relación nueva y la apagada, por miedo al escándalo y los rumores de su espíritu cristiano, y sería uno de los primeros divorcios entre gente conocida y exitosa.
El filme de Fiennes mantiene una distancia prudencial con el apasionamiento, por lo que cae en una constante dulcificación de los hechos, con el carácter ecuménico del personaje de Dickens, y la oscilante personalidad por su juventud de Miss Tenant. En una especie de juego que se dirime entre escenas bucólicas costeras y el demasiado convencionalismo dramático. Quizás, algo más de barroquismo le hubiera sentado bien a determinadas secuencias, en el episodio del descarrilamiento como alusión a una vida desmoronada por la aventura y los silencios.
He leído en ciertas críticas que, a Ralph Fiennes se le reconoce por su único papel importante en la cinta de Steven Spielberg, esto me parece de un engreimiento y desconocimiento manifiesto, e injustamente falso. También que la relación entre ambos actores no es creíble (por motivos de diferencias de edad) pero acaso, no ocurrió esto mismo en la realidad, no es cuestión harto frecuente aunque no sea del todo creíble por la sociedad... ¡Prejuicios!
Como se dice en una determinada secuencia, fueron pioneros en las ruptura adelantada a su época, la abolición de tabúes culturales y religiosos, la manifestación de que el amor no es eterno, y la necesidad de recomenzar una nueva relación si se precia.
Los cimientos del divorcio reconocido hoy por la mayoría, pues el amor no escapa de su temporal muerte. El cariño se puede mantener a flote como un azucarillo en el tea of five o´clock, hasta deshacerse por completo.
Cuando la pasión da paso al aburrimiento y a la idea convencional de proseguir por no hacer daño al cónyuge y a los hijos, se puede convertir en un infierno de terribles consecuencias dando aparición a un paso demasiado amenazador, el odio.
Está meridianamente claro que la película podría haber dado más de sí, que el personaje de la joven queda confuso en determinados episodios y que el cura, no sabemos muy bien que pinta. Pero, lo importante es su aperturismo hacia la figura de la mujer reclamando su posición en la sociedad y el surgimiento del fenómeno de los admiradores de personajes carismáticos.
El futuro del amor es un péndulo que va de un lado a otro, y nunca se detiene hasta el deceso.
Mientras que cinematográficamente tras el Gran Hotel Budapest, veremos a Ralph Fiennes en el próximo proyector de los Hermanos Coen de título Hail Caesar, en el Bond 24 de Sam Mendes y un nuevo filme dirigido por Gary Oldman. Casi nada.
Por su parte Felicity Jones tiene películas por estrenar y será la protagonista de Un Monstruo Viene a Verme, del director español Juan Antonio Bayona (El Orfanato, Lo Imposible).
Los otros actores del reparto tiene proyectos como Michelle Fairley en el nuevo trabajo de Ron Howard, o Kristin Scott Thomas intercalando apariciones en producciones internacionales entre ellas Suite Française esperada película sobre la Segunda Guerra Mundial. Completado un reparto con nombres como Perdita Weeks metida en un guion terrorífico del director John Erick Dowdle, o los siempre correctos Tom Hollander y Tom Burke.
Queda, por tanto, claro la inclinación de Fiennes hacia los clásicos literarios y hacia las historias de amor turbulentas. Libros como reflejos de la realidad, relaciones reales clandestinas en la ficción, atracciones de juventud por las letras.
*** Interesante ***
En Honor al nuevo filme de Joel y Ethan Coen, con reparto: George Clooney, Josh Brolin, Channing Tatum, Ralph Fiennes, Tilda Swinton, Scarlett Johansson, Jonah Hill. Hail Caesar de AC/DC esperando sus próximos movimientos :)
sábado, 14 de junio de 2014
El Gran Hotel Budapest: in the Wes.
Wes to Europe.
Esta película debido a la concepción que tiene todo el mundo de sus 7, se puede comentar de dos formas, por su singular director norteamericano Wes Anderson, con su mano especial para el rodaje de secuencias disparatadas y elaboración de escenarios, y por los rostros que en ella aparecen.
Debido a las características en las películas de Wes, ya de por sí conocidas por todos los aficionados al cine y a su legión invariable de acólitos (yo me encuentro entre la espada y la pared, entre cal y arena, entre unas películas que me atraen y otras que aborrezco), prefiero dedicar los designios de este comentario a la expresividad.
El Gran Hotel Budapest, como otras del mismo director, pretende ejercer su poderío visual sobre el espectador. Abrumado por la diversidad de encuadres y travellings, de secuencias desenfrenadas y estatismo de los actores entregados a su locuacidad e irreverencia interpretativa. Se mantiene en sus trece de, ofrecer su amplia gama colorista entre los tonos ´pasteloides` y el gris ceniciento azulado, enmarcando los diferentes estados de ánimo de los personajes. Buscando que sus secuencias sean recordadas y mantenidas en la retina, sin embargo, es posible que pasado un primer visionado se olviden como un sueño colorista.
Quedarán los rostros de su elenco, maquillaje y vestuario que presentan a rostros de grandes actores y el juego del reconocimiento por parte del público. Caras que demuestran un máster del pagano por la representación del esnobismo (disfrazado de nostalgia), de unos europeos que quedan atrás en el tiempo, ya casi irreconocibles. De unos personajes en una Europa de entreguerras que se reconocen por una pulcritud y estilismo sofisticado, de ricos. Solamente una cara nueva y otra emergente, en enamoramiento juvenil del agrado del director, pero distantes y fríos. Expresiones de romanticismo asexuado, entre el botones Tony Revolory y la pastelera Saoirse Ronan.
El Gran Peso del Budapest, recae en las estrellas y en la dicción británica, desde el siempre correcto Ralph Fiennes hasta los minutos de cameo de nuestro estimado Bill Murray. Una colección sin tregua para caricaturizar a simpáticos personajes, letrados y familiares encarados, asesinos de ceja levantada, policías militarizados de ceño fruncido. Así, nos hallamos con la recuperación esporádica de Jeff Goldblum, Edward Norton, F. Murray Abraham o Adrien Brody, con escarceos maquillados de Harvey Keitel o Tilda Swinton, como un cluedo o un vagón plagado de invitados a la fiesta, o mejor dicho al robo como leitmotiv para contar una historia sin demasiado interés. A pesar del cuadro histórico, que yo creo desperdiciado en parte.
Se compara en determinados círculos con una screwball de viejos tiempos cinematográficos, en los que los actores se relacionaban entre ellos, emergían los problemas y los gags graciosos, aquí todo queda enmascarado en la música grandilocuente de Alexadre Desplat y la comedia que no da más de sí. Aceleración por comedia, pero sin el silencio de los grandes como Charlot, ni el toque de Lubisth, ni que hablar de los diálogos brillantes de Billy Wilder, of course.
Todo por culpa, mejor dicho, debido a un guion con manierismo Andersoniano, junto a su compañero de letras (a veces cansinas) Hugo Guinness, decantados al surrealismo y a la epopeya engañosa del cuadro de marras, como método de desvío de la acción y las peleas entre familiares de alta cuna, y asesinos contratados a sueldo, dónde Willem Dafoe brilla entre los demás, por su caricatura a lo malvado de Hitchcock, a lo Pierre Nodoyuna. Desenfrenado, impertérrito, desmembrador y “desfelinizado”.
Entre tanto rostro, tanto cameo, Ralph Fiennes se entrega con su flema británica, otorga carisma a la historia perdida en el medio metraje, distrae con sus corredurías sexuales (aunque con falta de riesgo, como infantiloide), hostelería para ricachones y cercanía con su aprendiz silencioso, a veces, porque en ocasiones le invade una verborrea algo inaguantable. Mejor mudo, como Keaton como Lloyd. Como Charles Chaplin.
Esos eran rostros que presentaban la expresividad como nadie, como los genios del expresionismo alemán, cercanos a este Hotel Budapest alejado de aquella brillantez de antaño. Aunque el maquillaje del onirismo del cine de Wes Anderson te deja con la boca abierta, los ojos se te pierden entre tanto movimiento sin sentido, viajes de trenes incompletos, personajes que se mueven hacia ningún lado. Pura nostalgia, sin la fuerza de los clásicos.
Wes Anderson es un director de Texas que pareciera renegar de ello (en el sentido cinematográfico), constantemente está divagando con mundos alejados de aquellos parajes desérticos faltos del líquido elemento, haciendo largos viajes en vías paralelas de colorido abrumador y poético. Sueños los llaman.
El director norteamericano juega con el amaneramiento lineal, como un pequeño caleidoscopio de imágenes en movimiento (podían ser mudas pero su empeño se queda en simple intención pues las inunda de palabras), a mí me hubieran bastado sustituciones gestuales o mímicas del lenguaje.
Uno, dos, tres... cierre los ojos, está Ud. Entrando en la vieja Europa, en el Gran Hotel Budapest.
A una olvidada, tierra de zares y emperadores (tan denostados en la actualidad cotidiana), de duques y vagabundos, de grandes jefes de sociedades y corporaciones hosteleras, de marquesas enjoyadas y propietarios de fortunas inmensas, de herederos ávidos de obras artísticas incunables, de renacentistas o barrocos e historietas cómicas del cine mudo. Como tiras satíricas en periódicos impresos en otro siglo.
Miras el cartel promocional, cierras los ojos y recuerdas el color que baña esta gran fachada continental.
Cuatro, cinco, seis... bienvenidos a un mundo onírico.
Un caminar o viajar en trenes de época y maderas nobles, sueños coloridos que van desde el tono pastel o carmín a el azul grisáceo de la época de entreguerras. Una avanzada histórica a medias, de soldados y espías asesinos, luchadores por o contra la revolución o la inminente llegada del nacionalismo más peligroso y rancio. Imágenes de antaño que rebotan en nuestra actualidad como en un espejo o un cuadro de niño con manzana. El Apple del pasado. El dinero.
Cuando la guerra está próxima y la sociedad se tambalea, Wes se preocupa por un robo sin sentido, una excusa para contar otra idea que él tiene en la cabeza (para unos privilegiada, escatimada en brillantez para otros más a menudo), embaucando con su universo a los espectadores que esperan su película definitiva, pero que nos acaba derivando a sus frenéticas persecuciones y resplandecientes secuencias de postal navideña. Trucos de cámara, enfoques y travellings imposibles, en una cinta sin fin de correrías de sus personajes enmascarados en el cómic o minuciosamente maquillados con magnánimos mostachos.
El Gran Hotel Budapest se define en la crítica por términos y calificativos, como screwball de otras épocas, con sus potentes líos humorísticos que se quedan alejados de aquel cine perdido. Excesos estilísticos de su puño y cámara, con guion a la par con uno de los miembros habituales de su equipo artístico Hugo Guinness, en una especie de parodia u homenaje de directores que encumbraron el género. Imágenes basadas en las representaciones escritas con detalle en la novelas del austrohúngaro Stefan Zweig (Carta a una Desconocida, María Antonieta).
Sin embargo, los personajes que dibuja Anderson son fríos en comparación, viven en su propio mundo y son caricaturas en sí mismos, de estos grandes actores que aparecen desperdigados en las secuencias animadas. No veo a las persecuciones de Hitchcock, ni al toque alocado de Lubitsch, y ni mucho menos se acerca a los lustrosos diálogos y chispeantes del gran jefe de todo esto, Billy Wilder. Son intentos, sueños.
Siete, ocho... viajamos, eso sí, en trenes. Desplazamientos por escenarios de ensueño. ¿Y? Por dónde se mueven estas caricaturas, son meros soportes para contar su historia de robo y engaño, deambulan y desaparecen porque lo requiere su cerebro. A excepción del maestro de ceremonias Ralph Fiennes, omnipresente, y su inexpresivo furtivo aprendiz. Yo le hubiera hecho callar más tiempo, sin tanta diatriba poética, inacabada, entrecortada, vacía. Más al estilo de los grandes mudos, Chaplin o Keaton, con gags míticos para recordar y carcajearse a gusto. Así, sólo recordaremos su incipiente bigotito, y nada más. Wes prefiere la repetición de miradas, de expresiones huecas y acción alocada desde el punto de vista ignoto de su cámara, sin el surrealismo mágico de Jeunet ni el ácido de los Monty Phyton. Ya sé, son palabras mayores, como comparar su cine con el de Terry Gilliam, más o menos.
Nueve, diez!! Ha entrado y salido del Gran Hotel Budapest, sin apenas haber pisado la Europa de comienzos de siglo pasado, si escenarios sobrecargados, como oteando a lo lejos las caricaturas de Hergé o juegos de guerra con espionajes familiares, introducirse en el humo de comedias con sabor a otra época, mirar por una puerta entreabierta los crímenes y la marcha en trenes con inconexo desenlace. Más, claro está, el siempre incrédulo romanticismo juvenil del autor, irreal como sus besos sin lascivia.
Aquí, se abalanza sobre cameos como trofeos del gran público, a descubrir como el juego del Cluedo en grandes mansiones imperiales.
El cine de Wes Anderson para algunos es la gloria del sueño post-moderno, del cubismo cinematográfico, para otros el vacío de lo expresivo y la nada comunicativa en lo referente a contar una historia. Seguramente haya un término intermedio, y seguir esperando la gran obra de este singular, colorista y extravagante director americano.
*** Interesante ***
Tráiler Bad Country, de Chris Brinker. Reparto: Matt Dillon, Willem Dafoe, Neal McDonough, Amy Smart, Tom Berenger, Bill Duke, J.D. Evermore, Chris Marquette.
Grand Budapest Hotel Soundtrack - S'Rothe Zauerli.
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